Quizá por cuestiones de producción y presupuesto, con el paso del tiempo sus trabajos se han ido haciendo cada vez más reducidos en cuanto a escenarios y personajes, entrando directamente en la categoría de obras de cámara, sin que por ello se rebajara la calidad de lo ofrecido. Y en esa línea se sitúa también El diablo entre las piernas, su último título, rodado en blanco y negro con apenas cuatro personajes y medio, que se adentra con atrevimiento casi juvenil y energía desoladora en territorios de oscuridad moral y temeridad física: el cuerpo que envejece y sus prácticas sexuales; la mente que se ensucia, sobre todo la del macho, y sus impulsos eróticos; el ritual del sexo y de la muerte; el fétido olor corporal, que a unos asquea y a otros agita; el retrato de las entrañas cuando se ha llegado a la vejez.
¿Es la perversión o simplemente la búsqueda, en ese tiempo en que casi todo se ha perdido? Ripstein retrata a sus ajadas criaturas y sus prácticas fornicadoras con la belleza del respeto y el fragor de la autenticidad; cuerpos desnudos de hombre y de mujer que encuentran la alegría de la entrepierna por el camino más tortuoso. Con sus habituales secuencias alargadas en el tiempo, sus leves y cadenciosos movimientos de cámara y la ayuda de los espejos de las habitaciones para ofrecer perspectivas cambiantes, mostrando a sus personajes el reflejo de su interior masacrado.
Silvia Pasquel, en un papel para el recuerdo, muestra coraje, seducción y amargura. Alejandro Suárez, rotunda perfidia. El melodrama clásico mexicano, de Luis Buñuel a Indio Fernández, sigue teniendo con Ripstein y Garciadiego quien le escriba. Como dice la mujer protagonista: “Sí, estoy vieja; vieja y caliente”.